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Cuando la intolerancia religiosa destruyó el Teatro Argentino en 1973






Por Roberto Famá Hernández

Ubiquémonos a inicios de mayo de 1973; abril termina con un atentado; es muerto por un comando guerrillero el Vicealmirante Hermes Quijada y en la tapa de Clarín del 2 de mayo se lee “Ley Marcial”. Se impone así la pena de muerte en Argentina, mientras Cámpora, presidente electo, se prepara para asumir el gobierno pero no el poder pleno; es que la dictadura de Lanusse lo presiona y discute con él una ley de amnistía, el ERP y otras agrupaciones guerrilleras menores, desconocen la democracia. Las luchas internas dentro del peronismo apremian "al Tío" desde la izquierda y desde la derecha, del mismo modo tironean los sindicatos, mientras el país todo es un hervidero social, más bien una caldera que parece estar a punto de estallar.

En medio de ese clima el arte no se detiene; el Teatro Argentino, de Bartolomé Mitre 1440 en la Ciudad de Buenos Aires está a días de cumplir 89 años. Nacido como teatro de zarzuela, su acústica es ideal para espectáculos musicales y su actual propietario, Alejandro Romay, que obtuvo allí un resonante éxito presentando “Hair” en 1971, ahora ha invertido más de doscientos mil dólares para presentar Jesus Christ Superstar la ópera rock con música de Andrew Lloyd Webber y letras de Tim Riceque que ha hecho furor en Broadway y en Londres, donde ha despertado serias polémicas con grupos ultracatólicos.



Alejandro Romay dijo públicamente que la versión a estrenarse el miércoles dos de mayo en su teatro, no buscaba provocar polémicas. Por su parte, Monseñor Juan Carlos Aramburu en su homilía del domingo anterior, al referirse al estreno de la obra dijo que “existen actualmente promesas de garantía pública y privadamente manifestadas, de que en la obra a representarse en nuestro medio, se harán las modificaciones necesarias, tanto en su texto como en su representación escénica y así se respetarán y no serán heridas las convicciones y los sentimientos religiosos del pueblo argentino”   


A las 7 de la mañana de aquel miércoles dos de mayo una espesa niebla cubre la ciudad de Buenos Aires; no se logra ver a más de 30 metros. Alberto Abagnino, el sereno a cargo del teatro, desde muy temprano asiste, permitiendo el acceso a diferentes técnicos y electricistas que vienen llegando, para ir ajustando la “puesta de luces” y escenografía. Abagnino no puede conocerlos ni identificarlos a todos, vienen con bolsos y herramientas de trabajo, eso le basta, los saluda y sin más trámite les permite el acceso.
A las 7,30 ya son 25 las personas que están trabajando allí. 

Supervisando todo están Juan Carlos Suárez y Mario Vanarelli, responsable del diseño de luces el primero y el segundo de escenografía y vestuario. Sentado junto al pasillo, en fila 10, observa el trabajo Charles Gray, el actor y director inglés, contratado por Romay especialmente para este estreno, al que al fin ha llegado luego de 6 meses de intensos ensayos de jornada completa. A las 7,45  contempla feliz la etapa final de su trabajo, junto a su asistente y su traductor, Alberto Sánchez Sorondo, que lo acompaña en todo momento ya que Charles Gray no habla ni una palabra de castellano.

Es por eso que no entiende ni se alarma cuando alguien detrás  de ellos dice: - ¡De pie y no se muevan! – dos jóvenes con sus caras tapadas por el cuello alto de sus poleras de lana negra, les apuntan con sus revólveres. Gray  recién comprende cuando, por la cara de estupor de su asistente, gira para ver qué sucede y lo que ve lo deja impávido, pero no se perturba y sólo repite: - okey, okey… él cree que es un robo.

Pero el pánico llego de inmediato cuando cuatro bombas incendiarias de tipo Moltov, arrojadas desde el pullman caen sobre el escenario. Al instante comienza a arder la escenografía. Otras tres bombas caen sobre el foso de orquesta y entra en llamas el telón de boca. Cuatro más son arrojadas en los palcos. Artistas y técnicos pretenden correr hacia la salida, pero no menos de cinco balazos al techo intimidan a todos y por un momento se arrojan al piso, viendo como siete desconocidos ganan la salida sin arrojar panfletos ni gritar consigna alguna. Detrás corren todos los que allí estaban, mientras el fuego alcanza ya los paneles acústicos del techo.  En el hall de entrada se escucha que golpean desde el interior la puerta de acceso al baño del público, es Alberto Abagnino que pide auxilio; entre varios logran forzar la puerta y rescatar al sereno.

Veinte minutos después cuatro dotaciones de bomberos del Cuartel Central con cinco líneas de mangueras atacan el fuego. Recién a las 10,15  han logrado circunscribir el fuego para que no se propague a los edificios linderos. Ya, a las 11,30, el fuego se ha extinguido por completo, pero el Teatro Argentino también; nada ha quedado en pie, sólo cenizas, dolor e indignación.



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