LOLA MEMBRIVES
Rómulo Berruti, de extensa e intensa carrera en el periodismo de espectáculos, nos ha cedido gentilmente este anticipo de su próximo libro sobre "Historias de Camarín" donde nos cuenta sobre el embrujo de Doña Lola Membrives. Gracias, maestro, por este aporte y por su aliento permanente a este blog:
Rómulo Berruti, de extensa e intensa carrera en el periodismo de espectáculos, nos ha cedido gentilmente este anticipo de su próximo libro sobre "Historias de Camarín" donde nos cuenta sobre el embrujo de Doña Lola Membrives. Gracias, maestro, por este aporte y por su aliento permanente a este blog:
EL
EMBRUJO DE DOÑA LOLA
(Por Rómulo Berruti)
La conocí allá por los 50, cuando todavía su nombre valía
como sinónimo de teatro. Era dueña de
una de las principales salas de Corrientes, la misma que hoy se llama como
ella. Por entonces, se denominaba Cómico. Y cuando su propietaria era a la vez
cabeza de compañía, Buenos Aires tenía una presencia de lujo. Quien la haya
disfrutado desde la platea, no podrá olvidarla jamás. Y si como en mi caso se
tuvo el privilegio de conocerla de cerca, doña Lola Membrives será para siempre
un personaje único. Actuando, era gigantesca. Nadie -incluyendo a su colega y
rival en todos los terrenos, la gran Margarita Xirgu- decía como ella. Su
manejo de los tonos era de tal calidez y sutileza, que podía recorrer toda una
gama de conductas e intenciones en una sola frase. Sus murmullos llegaban hasta la última fila y sus rugidos
ponían los pelos de punta. El manejo corporal, magnífico, encerraba lecciones
íntegras de actuación.
No resulta novedoso, para la gente del medio, que Lola no
era querida. Arrogante, codiciosa, feroz
con el resto del elenco, eran reproches que se oían por ahí. Su franquismo le
ganaba antipatías súbitas y rencores macerados en el vinagre de la contienda
civil española. Su talento, envidias sordas, que roían como una metástasis el
corazón de otras actrices.
No me consta que tanto rechazo tuviera justificación real.
Lo que sí puedo decir es que Lola era dueña de un carisma extraordinario. Fuera
ya del escenario, en la intimidad del camarín o en el confortable living de su
casa, costaba desprenderse de su mirada intensa, anidada en unos ojos oscuros
que emitían ternura y autoridad al mismo tiempo.
Como en la escena, oírla generaba una rara hipnosis. Una
noche, luego de la función, que yo -con
doce o trece años- había seguido sin respirar desde un palco, bajamos al camarín. Mientras acomodaba su ropa en el
perchero, me miró de refilón y le preguntó a mi tío Alejandro: "Este chico no se aburre con
Benavente...? Qué futuro le espera?" Antes de la respuesta, me tomó de los
hombros y mirándome muy hondo, sentenció: "Estás perdido, hijo mío, te
gusta el teatro y te gusta la noche. Quiera Dios que tus padres no te sueñen
abogado, médico, ingeniero o algo de eso. Les darás un gran disgusto..."
Está demás decir que así fue.
Algunos años después,
con el vaticinio cumplido, ya que había empezado a saborear las redacciones de
los diarios buscando mi camino profesional, la visité en la administración del
Cómico. Estaba con su hombre de confianza, un señor maduro agradable y algo tartamudo, que veía por sus
ojos y adivinaba cada uno de sus deseos: Jacinto Fernández. Lola estaba
irritada, molesta. Con la planilla de recaudaciones en la mano, revisaba las
cifras y movía la cabeza de un lado a otro. De pronto lanzó una pregunta
sorprendente: "Oye, Jacinto... ¿Por qué el teatro de enfrente hizo más que
nosotros?" - Breve silencio y la disculpa balbuceante: "Bueno, Lola,
tu sabes como es el teatro, a veces ganamos nosotros, a veces ellos..."
Lola lo fulminó con la mirada y desarrajó este verdadero misil de omnipotencia:
"Jacinto, nada de a veces. Tenemos que ganar nosotros". Fernández
–quien, según creo, amó siempre
perdidamente y en silencio a su patrona- escondió una sonrisa comprensiva y la
tranquilizó: "Está bien, Lola,
ganaremos, ganaremos. Vete a descansar, que son más de la una..."
Siempre se ha dicho -y con motivos- que los actores de
verdad, los que están forjados en la fragua del teatro, son capaces de proezas
físicas. La Membrives
fue un ejemplo formidable de este curioso fenómeno, recurro nuevamente al
recuerdo personal. Ya en el ocaso de su carrera, con serios achaques propios de
la edad (había superado los ochenta) Lola hizo por última vez "La
malquerida", su trabajo máximo, la cúspide de su temperamento y oficio.
Estuve entre cajas viendo una función. Lola dejaba el camarín con ayuda,
vacilante, atendida por su hijo, el gran endocrinólogo Juan Reforzo. Sin
embargo, en el instante de salir a escena, tomaba aire, se erguía, ganaba
estatura y agilidad, se alisaba las faldas y tenía de pronto cincuenta y tantos
años. Acababa de convertirse en la
Raimunda y la encarnaba como antes, como siempre. Hasta su
rostro se iluminaba con una extraña, milagrosa juventud. Misterio biológico
cuya clave se esconde en lo más profundo del alma. Secreto que los grandes
artistas guardan bajo siete llaves
LOLA MEMBRIVES EN "Mayá" 1930
Lola en su interpretación de Mayá |
Lola Membrives y Jacinto Benavente
Mater Imperatrix es una de las tantas obras que Jacinto Benavente escribiera especialmente para ser interpretada por Lola Membrives, este programa de mano pertenece al estreno en Buenos Aires año 1951 (Ya la había estrenado Lola en Madrid en Enero del mismo año)
La relación de amistad y sociedad artística entre Jacinto Benavente y Lola Membrives fue única y queda retratada en esta anécdota que nos cuenta que Jacinto
Benavente había venido al país por primera vez en 1922 y recorría el país de gira con Membrives, al llegar a Rufino, Lola Membrives pasó a recoger cartas y telegramas; allí se enteró que Benavente había ganado el Premio Nobel de Literatura.
Lola Membrives compró una botella de champán y fue a despertar al escritor para
celebrar la extraordinaria noticia. Benavente la recibió con calma y, contra lo
que esperaba la actriz, decidió completar su gira con Lola antes que retornar a Europa en ese momento tan especial de máxima premiación.
Muchas gracias hermoso !!! Genio. Bendiciones
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